Amamos las cosas que elegimos amar pero también lo que se nos escapa. Mentira. Eso no es amor: eso es deseo, el anhelo de cruzar esa puerta, habitar el misterio, andar el camino vallado, la fruta prohibida. A mí me sucede con lo que voy a contar ahora. Fue la única nota que tomé en nuestra última sesión de terapia en pareja: “pensar con las tripas”. “¿Y cómo se hace eso?” —no pude evitar preguntar. Es que suena bien, me parece un buen plan para esta vida ya sin plan: pensar con las tripas, escuchar cómo suenan los guijarros del corazón, sentir la sal de la mar, dejarte atravesar por lo vivido, no ser un sieso como Sartre: “Nunca arañé la tierra, ni tiré piedras a los pájaros, ni busqué nidos. Los libros fueron mis pájaros y mis nidos”. Eso al menos lo tengo claro, pasar de puntillas no es vivir. “Pensar con las tripas es todo un arte” —me respondió la tía. Ahí se quedó la cosa.
Leo, entiendo, escucho. Si rasco un poco, tras esas tripas entiendo que se cobija el Yo de Sigmund Freud, donde se esconde “todo lo heredado, lo innato, lo presente en el nacimiento. Es la reserva de las pulsiones, opera bajo el principio del placer y no conoce ni juicios de valor, ni bien ni mal, ni moral. Aspira solo a la satisfacción inmediata de sus impulsos”. La selva que ruge, lo más primitivo de nosotros, ya me sé la teoría: el amor no se piensa, se vive. Subrayé algo así en Biografía de la luz: “Es la mente lo que contamina el corazón del hombre. En las cosas verdaderamente hermosas apenas interviene el pensamiento: un buen chapuzón en la piscina, por ejemplo, o un paseo por las montañas, un encuentro íntimo con el ser amado, una canción improvisada... Lo hermoso nunca es fruto de la reflexión y de la voluntad, sino de la gracia”. Tiene razón, tienen razón los dos, el sacerdote y la psicoterapeuta, pero: ¿cómo se apaga la mente? Hago un experimento, a lo largo de esta tarde tan solo haré eso: mirar, escuchar, ver, oler, tocar. A ver qué sale.
Es fácil al comienzo, es (creo) por culpa del las turbulencias, el avión es pequeño, sexta fila, ventana. La lluvia golpea el pequeño cristal, tengo miedo, fotografío lo que veo: son los cerros del monte Artxanda y Ganekogorta, de sus cumbres baja la niebla hasta la Ría, despierta la ciudad dormida. Conduzco en soledad, Laura está enferma, serpentea la carretera hasta Axpe, el tiempo se detiene al abrigo del macizo del Amboto entre prados, bosques y caliza. La comida se alarga, cruje el pan, me gusta el tacto de los manteles (son los mismos que tengo en casa, sobre los que desayuno cada mañana, zurcidos a mano en Igualada, Cortines i Tapisseria Navajas) leo un libro de Benjamín Labatut. Huelo cada alimento, me acerco el plato a la cara, me gusta cuando siento el calor de la loza sobre mis manos. Se suceden las horas, hablo poco, escucho, pregunto. Soy lo que observo. Antes de enviar de esta carta salgo a ver el amanecer, el rocío de la mañana, el sonido de la máquina del café, el agua de la ducha (caliente, me gusta muy caliente) sobre los tablones de madera, observo un lienzo de Mariscal, salgo a la terraza, el invierno mece las copas de los árboles, mañana será mi cumpleaños, en tan solo tres años cruzaré ese umbral: la edad en la que murió mi papá. Recuerdo el comentario de una lectora: “Hace dos años fue el cumple de mi padre, él ya sabía que se moría. Hoy miré en su diario que escribió ese día y ponía soy un hombre feliz. No había hecho nada especial (o sí) más que tomar un café con sus hijos y recibir la llamada de su hermana. Hoy ya no está (o sí). Eskerrik asko”.
A lo mejor tan solo es eso. Eskerrik asko. Que no es gracias. Es gratitud.
No soy yo mucho de preguntar pero hoy es diferente. ¿Cómo hacéis vosotras y vosotros para pensar con las tripas? Os leo.
Qué acierto está reflexión, Jesús.
Pensar con las tripas es dejarse habitar por la vida, sentir sin medir, existir sin esquivar. Que atraviese sin filtros, sin la urgencia de entenderlo todo. Es vivir con la piel abierta al mundo, con el corazón en primera línea, con el alma descalza.
Feliz vida.
Por las mañanas, muy temprano, voy a una pequeña capilla que está de camino a mi trabajo, no hay nadie, solo unas velas encendidas, el único ruido es el silencio. Y ahí solo escucho las tripas. Durante el día si aparece algo que me ensordece, pienso en esa “canción” y vuelven a sonar solo las tripas.