Como con Victor, nos vemos poco, le quiero mucho. Escribió hace algunos años Leer el aire, “el sutil arte de entender lo que no nos dicen”, vuelvo al libro estos días, me fascina la verdad que cobija: en realidad no sabemos nada de quienes nos rodean. Ha empezado a meditar, quizá yo también lo haga, su profesor se llama David. Cuando estamos eligiendo los platos me pregunta: “¿Estás bien?”. Sé que lo dice por el tono de estas cartas, sé que (muchas veces) caen en la melancolía. Sonrío, le digo que sí, que estoy bien. Cansado pero bien. Me recuerda una cosa que siempre le aclara Laura a su madre, Eva, cuando ella le sugiere (“parece triste”) exactamente lo mismo. “No le hagas mucho caso, escribiendo es un intenso” —le comenta ella, y siguen a lo suyo. Pues a lo mejor sí que lo soy. Aquí desde luego sí. Victor (casi) siempre está feliz, busca siempre el camino más corto a la solución, no parece que le pese la vida. Le contesto con un diálogo de una película de Max Ophüls, Le plaiser: “La felicidad no es alegre”, me lo descubrió Alejandra en la cafetería del Thyssen.
A mí a veces sí que me pesa la vida, què hi farem. Aterrizaremos a media mañana en el aeropuerto de Palma de Mallorca, durante el vuelo (27D, ventana) repaso las piezas editoriales que voy guardando a lo largo de esta semana, pienso entonces una cosa terrible: qué pena que no sea más largo el vuelo, qué pena que esta calma (sobrevolamos el Mediterráneo, tan solo he traído un libro y algunos artículos, música descargada, ninguna interrupción) no sea como una mancha de aceite que se deslice sobre el resto de mi vida, un árbol inmenso sobre el que los pájaros hagan su nido. Supongo que podría hacerlo. ¿Por qué no lo hago? Victor y yo también compartimos tatami, Tsuboxteam en el barrio de San Cristóbal, el otro día hice una fotografía a una de las columnas, una frase escrita hace años, casi no se reconocen ya los trazos, es de Lao Tsé: “El que vence a otros es fuerte. El que se vence a sí mismo es invencible”. Supongo que debería inspirarme. No lo hace.
Llegamos a la isla, un taxi hasta Calvià, comemos pronto, la tarde se hace ancha bajo el cañizo, un cormorán preside las rocas, nadamos en una de las calas de nuestra vida. Le comento a Laura el tema de la carta de mañana: “ser invencible”. “¿Invencible, qué cojones? Somos súper frágiles: un día viene una enfermedad, un accidente, un resbalón, un ataque al corazón”. Le pregunto qué hacer ante eso: “pues vivir, qué vas a hacer. Porque además, ¿vencer a quién, a quién hay que vencer?” Tiene razón, ¿contra qué estamos nadando? Sigo con el libro que ando leyendo, El jardinero y la muerte de Gueorgui Gospodinov, narra los últimos días del escritor con su padre, su última noche juntos: “lo que importaba era aferrarle la mano, él apretaba la mía, atravesábamos el puente de la noche”. Permitir romperte, dejar que las cicatrices duelan, abrir de par en par las puertas del sentir. Apretar su mano. Solo tengo esta certeza: esa es la única victoria.
En lo más fragil es en lo que más revelamos quiénes somos. La vida se mueve en ciclos de luz y oscuridad, vamos siendo reflejo de nuestras propias transformaciones, es un proceso bello. Hay que seguir
Maravillosa respuesta la de Laura. Efectivamente, invencible… ¡qué cojones!