No aprendí nada del apagón porque las personas no aprendemos, nos vamos tropezando por la vida como coches de choque, somos luciérnagas desorientadas, los días buenos (son poquísimos) brillamos como arañas entre las estrellas, el resto sencillamente sobrevivimos, buscamos la luz frente a la desesperación, esperamos algo: que florezca el jazmín, que se entienda lo que decimos, que la vida se ponga bonita. ¿A qué esperamos? Confiamos nuestra suerte al destino porque ya no creemos en nada más. Vivimos dos vidas, una es la que recoge nuestros anhelos, la belleza que imaginamos, estrellas invisibles, el territorio de lo intangible. La otra está aquí: en el sonido de esta fuente, el roce de la piedra, en el tormento, en la alegría. Es la primera la que causa el problema.
La semana pasada reorganizamos todos los libros de casa, todos y cada uno de ellos. Tan solo tres secciones: leídos, leyendo y por leer. Libros, ensayos y novelas gráficas. Repartidos por casa, sostenidos por baldas blancas, separados por sujetalibros metálicos de Muji. Poesía tiene su propio espacio, es que esos poemarios los quiero a mi vera, cerquita del sofá que gobierna el salón. Parecía una tarea colosal, pero llegamos al final del camino. Recuerdo el momento: la luz de la tarde se derramaba sobre la madera, la casa huele a ternura, Laura sonrió porque —¿cómo es posible que tengas treinta y dos libros en la balda “leyendo”? Porque comienzo una cosa y ya estoy en la siguiente, se me escapa el ahora, por eso busco infatigablemente la calma. Pero no la encuentro. La terraza olía a menta, dos infusiones para celebrarlo, sobre la mesa, un poemario (todavía envuelto en su plástico) que compré hace muchísimo tiempo, por culpa de un mensaje de Maria Jesús Espinosa de los Monteros: Desde Elca, Antología de Francisco Brines. Lo abro, leo unos versos al azar, se titulan El vaso quebrado:
Hay veces en que el alma se quiebra como un vaso,
y antes de que se rompa y muera (porque las cosas mueren también),
llénalo de agua y bebe.
Llenar el vaso. Es bellísima la imagen. Continúa así:
Quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas, en el fondo quebrado
de tu alma, y que, si pueden, canten.
El poemario de nuevo en su balda, se suceden los días, pienso mucho en aquella pregunta: ¿A qué esperamos? Vivimos dos vidas, pero en realidad solo hay una. Esta. El olor de la menta por la mañana, los besos en el ascensor, un espresso en la barra del Greco en Via dei Condotti. La curiosidad, que es el mejor de los faros. Estar despierto, Londres en primavera, una pluma en tu bolso de viaje, Todo pasa de Carla Morrison, las mollejas de Rafa Peña en Gresca, cuando un amigo te escucha, los hoteles donde hacemos el amor. Sentirte a salvo, Barrio lejano de Jiro Taniguchi, las sábanas limpias, un negroni a las cinco, el corazón en llamas. Ayer por la tarde, capvespre, frente al mar, Laura me volvió a decir que sí, yo improvisé mis votos, pero es fácil resumirlos: te elijo, amor mío, cada día. Dejar las palabras gastadas. Llenar el vaso con agua clara. Y beberlo.
Hace 10 minutos me estaba duchando , y en ese momento de reflexión diaria, desnuda con el agua tibia lavando y despertando a la vez, me estaba preguntando si era feliz de verdad o porque tenía que serlo. Yo también tengo esos momentos (más de lo que quisiera) en los que pienso que sobrevivo. Planeo por encima de las sonrisas y la risas creyendo que habito en ellas a diario, cuando, como si de un halcón se tratara solo bajo de vez en cuando a cazarlas, así, trato a la onomatopeya de la alegría, como una presa en vez de como una forma de estar aquí. Gracias a tu carta, fui consciente.
Bendito amor el vuestro. Ese amor verdadero que no hace ruido: sostiene. Se parece más a quedarse en la tormenta que a cantar bajo el sol. Más a mirar con ternura los días que no brillan. Más a aceptar el vaso roto, y aun así llenarlo con agua, y pasarlo, y decir: “bebe, es lo que hay, pero es tuyo y es mío”. Feliz vida!