La ansiedad es madreselva. Uno imagina que el desasosiego es una avalancha, una ola gigante como la ola de Interstellar, esa que casi los ahoga en el planeta Miller, un mundo oceánico donde el tiempo está dilatado: cada hora allí son siete años en la tierra. Con la ansiedad pasa un poco lo mismo. Uno imagina que la angustia es una descarga eléctrica que hará saltar todos los plomos de tus heridas y apagará las luces. Y que ya sin candiles podrás descansar cobijadita bajo una manta este septiembre hosco, enroscada como un gato, lamiéndote las heridas, hasta que la ola pase. Pero qué va, la ansiedad crece lento como un viñedo antiguo, espinas casi invisibles cuando se instala en ti —tan pequeñas que no las notas— cadenas de metal oxidado cuando se hacen visibles.
Me cobijo en mis rutinas porque ahí el mundo sigue unas reglas básicas, en ellas me siento a salvo: molienda, filtro, vela, folio, palabras, amanecer. Laura duerme. El calendario antes albino de Google estos días muta en un vergel de pigmentos y quehaceres, detesto a ese yo que responde con un frágil “Espera, te busco un hueco”. Estar en tantas cosas que no estás en ninguna. Los gurús que tanto me aburren creo que lo llaman parálisis por análisis. Me escribe Fernando desde Cádiz, recordándome una frase de Lola Flores que es una bellísima patada en el culo de esta absurda obsesión por controlarlo todo: “Nada, hijo, yo soy así. Intuitiva. Siento palomas por dentro. Salgo a trabajá y no sé lo que voy a hacer”. Todos los veranos me digo lo mismo —ojalá un ratito de verano cada día del resto del año. Que se cuele en el paseo, en las comidas, en los Zooms, en los agobios, en los viernes pero también en los martes, que no acallen nunca las palomas. Solo tenemos el tiempo que se nos ha dado y encancelarlo es perder la partida.
Estos días de septiembre miles de labriegos varearán los campos de almendros, es un preámbulo del verbo de la tierra, indispensable para que dentro de unos meses, cuando llegue la primavera, florezca la flor más bella del mundo. En Japón la llaman Sakura y celebrarán su florecimiento durante la fiesta del hanami. Sakura era el símbolo de los samuráis porque muere desprendiéndose de sus ramos en el apogeo de su belleza. Dentro de tres semanas no más arrancará el otoño y llenará de hojas secas nuestros parques y nuestros anhelos, pero áun no. Todavía no.
El ciclo de la vida continúa. Las rutinas parece que nos calman ese tic tac que resuena, pero tb hay que buscar desafiarlas y desobedecerlas, así el reloj parece más grande y lejano.💛
Lo mejor de los indeseables ciclos de la ansiedad, es que siempre aparece un rayo de luz y las flores vuelven a florecer. La belleza puede con la fealdad!!