Miedo a exponerme (y exponerte) tanto. ¿Para qué? Miedo a no estar a la altura, a no ser “tu roble”, a que el desasosiego se haga fuerte frente a la alegría. Miedo a que todo esto nos cambie, a no ser los que éramos ni tampoco los que íbamos a ser, recuerdo una conversación que tuvimos, una mañana de noviembre, antes de que la sombra cubriese de ceniza tu piel bonita, antes del frío: “Que no sea el miedo quien elija por nosotros”. Tenías razón. Leo esta mañana en torno a la paradoja de Teseo: un barco cuyas piezas se cambian una a una hasta que todas son diferentes de las originales, ¿sigue siendo ese barco? Yo creo que sí. También creo que el amor, como dice la doctora Amelia Brand en Interstellar, “es la única cosa que trasciende el tiempo y espacio. Tal vez debamos creer en eso, incluso si no podemos entenderlo”. It has to mean something. Miedo a no saber quererte, a quererte mal, a no decírtelo lo suficiente, a no besarte, a que este miedo me hiele, a no llegar a tiempo al tiempo.
Miedo cada vez (cada maldita vez) que vuelvo del campo tras ver a mi madre, en su casa bajo los cerros, sus ojos cada día más pequeños, su manera de agarrarse con cuidado a las barandas de yerro, su andar cada día más lento, me aterra sentirte tan frágil, mamá. Miedo —este cruje muy dentro— a imaginar el mundo sin ti, a apagarme de nuevo, a que no estés orgullosa de mí, a fallarte como Borges a su madre, Leonor: “Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida / para la tierra, el agua, el aire, el fuego, Los defraudé. No fui feliz”. Miedo a no saber mirar el mundo como lo haces tú: con tu mirada inocente y luminosa, nunca (jamás) te dejas abatir por la tristeza, siempre esperas lo mejor de los demás, riegas las plantas cada día, para no saber querer (no te enseñaron) quieres muchísimo, mamá. Crees (de corazón lo crees) que mañana saldrá el sol. Confías en mí más que yo mismo.
Miedo a ser una mentira. A defraudar a mis amigos, a que me vean como (realmente) soy, a cobijarme bajo la tristura, miedo a no saber que lo importante es el olor de la tierra, el café de la mañana, las tardes bonitas, la luz en tu ojos. Miedo cada vez que pisamos de nuevo un hospital, a volver a terapia —pero sé que debemos hacerlo— a no saber estar a tu lado. Miedo a aferrarme a las cosas pero también a lo contrario. Miedo a que me dejes, a que llegue la noche, a estar roto por dentro, a no poder transitar este duelo. Miedo a no saber caligrafiar aquí mi miedo, subrayo una frase de Leila Guerriero: “Se duerme mucho y lento a la intemperie, todos vueltos caballos, ardillas, lomos de ciervos, raíces, polen, un solo ser interminable”. Miedo al día que Tractor nos deje, no escuchar más su ronroneo, no ser ya nunca más tu padre. Me rescataste, cuando ni siquiera sabías andar. Prometí cuidarte, pero ha sido al revés, nunca (jamás) imaginé tanto amor, cariño mío. Cada día a tu lado ha sido un regalo. Pero estás aquí, todavía estás aquí, cada día empieza el mundo. Leo un poema del premio Nobel Naguib Mahfuz: “El miedo no evita la muerte. El miedo evita la vida”. Lo prometo hoy, aquí, intentarlo una vez más. No tener miedo.
Nunca ha habido otro comienzo más que este que hay ahora,
ni más juventud ni más vejez que la que hay ahora; y nunca habrá más perfección que la que hay ahora, ni más del cielo o del infierno que lo que hay ahora.
Insistir, insistir... insistir, así es el impulso procreador del mundo.
Whiltman y yo creemos que estás haciendo lo único que es posible ahora: seguir insistiendo en estar vivo.
En mis hijos veo cada día como se van añadiendo, poco a poco, pequeñas capas de miedo y lo curioso es que ninguna las han adquirido por propia iniciativa.
Los tienen porque se los hemos inculcado los demás.
En definitiva, no somos más que miedos heredados.