Hace tan solo unos días, sobre una plataforma en Menorca, despedimos el verano sin saber que era una despedida. Casi nunca lo sabemos (siempre pensamos, en esta vida, que nos queda una bala más) pero empiezo a intuir que es mejor así. Lo que sucede conviene. Laura estaba sentada sobre una de las plataformas que dan a la cala Alcaufar, yo tumbado a su lado, justo acabábamos de comer en el Xuroy (un ratito de plenitud, yo estaba allí, consciente, me olvidé de mí mismo: creo que eso es la felicidad) he vuelto a ese momento exacto porque su amiga Natalia (coincidimos en el restaurante, llevaban meses sin verse, qué rara es la vida a veces) nos hizo una fotografía desde la terraza. Laura no nadó aquel día —no te he preguntado, amor mío: qué difícil debió ser para ti no poder hacer lo que más amas en el mundo. Dejarte abrazar por el mar, sin temor, tu cuerpo silente, conquistar la ingravidez, sentirte libre porque lo eres. Yo sí lo hice, a pulmón abierto, hasta dejar atrás las barcazas, las boyas y las rocas que se deslizan desde Cap Roig. Hasta ver allá al fondo el faro de l’illa de l’Aire. Ninguna prisa. Me quedo un rato sostenido en la mar. Hacer el muerto, observar sólo el azul del cielo, ser apenas un cuerpo que se deja mecer por la corriente.
Cuando regresé, seguías exactamente en la misma posición.
—Oye, he pensado que, en cuanto estés bien, deberíamos volver a las Highlands. ¿Te parece si monto un viaje en octubre?
Me miraste como quien mira a un perrillo que da vueltas sobre sí mismo:
—¿Pero no me dijiste ayer que querías estar un tiempo sin viajar?
—Sí —sonreí—, eso dije ayer. ¡Te juro que ayer lo pensaba! Pero ya sabes: desde que soy mayor abrazo mi ambivalencia. Hoy pienso una cosa y mañana la contraria, ¿y qué?
—Además —añadí, porque sabía que te haría gracia—, recuerda lo que descubrí hace no tanto: en realidad no tengo cabeza. Ergo, tampoco certezas y mucho menos opiniones que valgan más que un pimiento.
Ahí lo dejaste estar. Es que en casa (a lo largo de los últimos meses) le he estando dando la brasa con un libro titulado exactamente así: El hombre sin cabeza es una novela gráfica que recoge el pensamiento del arquitecto británico Douglas Harding, que arranca con esta salvajada: “El mejor día de mi vida -el día que volví a nacer, por así decirlo- fue el día que descubrí que no tenía cabeza”. Lo mejor de todo es que no es una metáfora literaria, no hay trampantojo, el tío lo dice en serio. Harding descubrió que no tenía cabeza observando un autorretrato del físico Ernst Mach: en el lienzo no aparecía su rostro sino sencillamente lo que el pintor observaba —sus manos, sus piernas sobre el sofá, los botones de su chaleco. Pero no sus ojos, su nariz o su cuello. En ese instante se produjo un clic. ¿Y si en realidad no tengo cabeza?
Parece (es) una estupidez, una extravagancia, el pensamiento de un loco, pero haz la prueba, dime qué estás mirando ahora mismo: ¿Qué es lo que ves? (quizá una mesa, una planta, el horizonte, yo qué sé: un gato) ¿Cómo sabes que tienes cabeza? Sin espejo, no hay cabeza. Sobre esa piedra levantó su Iglesia. Tú no eres tú sino aquello que observas, porque tú en realidad no eres más que un vacío (no tienes cabeza, recuerda) que se completa con lo que miras, tocas, vives y sientes: “Enseguida comprendí que este agujero donde debía haber habido una cabeza no era un vacío ordinario, no era una mera nada. Al contrario, estaba muy ocupada. Era una vasta vacuidad ampliamente llena, una nada que encontraba sitio para todo, para la hierba, los árboles, las distantes colinas umbrías, y allá a lo lejos, por encima de ellas, las cumbres nevadas como una hilera de nubes angostas cabalgando sobre el cielo azul. Había perdido una cabeza y ganado un mundo”.
¿Cómo no voy a cambiar de opinión si el mundo cambia? Mire lo que mire, en eso me convierto. Soy el cielo de Menorca, la piel de Laura, la tierra del campo, los miedos de mi mamá, soy Alberto cuando con estoy él, su dolor es el mío, también su alegría. Sé (porque lo sé) que todo esto es una absoluta chaladura, pero cobija una verdad que me enternece: “Las personas creen que son el reflejo de lo ven en el espejo y actúan como si lo fuesen. Vernos como entidades separadas de los demás y del mundo que nos rodea es la base de todo nuestro pensamiento, por eso es normal que tantas veces nos sintamos perdidos, solos y asustados. Sin embargo, aceptar que en realidad no tengo nada en el centro (porque soy un vacío) significa que puedo dejar espacio para otro: esa es la base del amor”.
Me lo repito mucho (porque no termino de habitarlo) pero dejadme hacerlo una vez más: es viviendo como se aprende a vivir. Creo que cuando te olvidas de ti mismo —y te centras en lo que te rodea— en realidad te acercas a la esencia de lo que eres. Hacia fuera es hacia dentro. Recuerdo el comentario de un lector, Santiago: “Como si mirar con atención fuera la única forma real de estar”. Dejar que los demás sean en ti, conquistar la presencia con la ausencia, dejar de buscar para encontrar. Tan solo flotamos cuando dejamos de pelear con el mar. Quizá merezca la pena intentarlo: perder una cabeza pero ganar el mundo.
Pues sí que estoy de acuerdo que somos lo que vemos… mi madre, con Alzheimer, cada vez que ve una foto donde estamos las dos, dice que es yo. Me mira , mira la foto y dice: ésta soy yo.
Si fuese otra de mis hermanas y viese una foto donde están ellas, miraría la foto, miraría a mi hermana y diría que es ella.
No me cabe otra explicación, somos lo que observamos, lo que nuestros ojos ven…
Como siempre, mucha verdad en tus reflexiones. Gracias!
Me encantan tus chaladuras lo cual demuestra que todos los que estamos por aquí, lo estamos un poco. Quizá habitar la vida no sea más que permitir que nos atraviese, sin tanto afán de sostenerla o entenderla, a mi es que ya no me apetece entender tanto, hasta que descubrimos , como dices, que al soltar la lucha con el mar, de pronto flotamos. Y es tan real todo esto!!!!