A veces recorremos en silencio nuestro paseo frente al mar. No se escucha más que el graznido de alguna gaviota, la espuma blanca cabrilleando sobre la arena, el ladrido de algún perro que cruza veloz la orilla. Es una de esas imágenes—un perrillo corriendo junto a su humano— que ensanchan la vida. ¿Cómo no se puede amar a un animal? Me gustan las mañanas como esta, el cielo gris, nada más que un manto nublado, se intuye una borrasca allá a lo lejos, por eso no hay casi bañistas. El corazón, a veces, también está nublado. Es bellísimo el mar cuando llueve. Una parte mía piensa que, quizá, si te rodeas de silencio puedas conseguir (algún día) acallar el otro ruido. El de dentro. El sonido inconfundible de la tristeza, de su caminar lento hacia tu casa, de su presencia. Nunca es tan fácil.
Se me aparece una imagen. Tengo apenas quince años, recorro junto a mi padre las casetas de la Feria del Libro, me compra algún cómic, volvemos a medio día, creo que era feliz. Pero no lo recuerdo. Aquellas imágenes, conforme pasa el tiempo, cada día son más borrosas —¿sucederá eso también con todo esto que estamos viviendo? Escucho Under Pressure mientras camino desde Atocha hasta el jardín del Ritz, atravesando el Paseo del Prado, me siento un rato en la plaza de Murillo, siempre pienso en Aftersun cuando suena “And love dares you to care for”. Llego pronto al almuerzo con David. Me avergüenza que se dé cuenta de esto que siento, esta tristeza que trato de disimular, que oculto tras un telar de entusiasmos. Lo hace fácil. Es bonito ese momento exacto: cuando sabes (porque lo sabes) que puedes dejarte caer, cuando sencillamente estar es suficiente. Yo lo siento ya con él.
Se hacen altos los días, me pesa cada paso, quiero cancelar este viaje. No lo hago. Pienso, también, en pausar un tiempo estas cartas. Me engaño (ya lo sé) eligiendo el único camino que siento posible. Seguir. Es difícil (yo nunca he sabido hacerlo) explicar qué sucede aquí dentro cuando la tristeza crece como madreselva, trepa por tus extremidades, te envuelve en amargura, camina descalza por tus calles, late al son de tu aliento. Y tú tan solo quieres que se vaya. Pero no funciona así. Lo más fácil es pensar que la pena es una extranjera en tu patria, una tormenta de paso, una invitada que te posee, te humilla, te domina y —finalmente— te vence. Yo he perdido y ella ha ganado. Vuelvo a un texto en De vidas ajenas, transcribí en mi libreta un párrafo, es cuando habla de la enfermedad de Étienne, el juez cojo: “Su cáncer no es un adversario: era él mismo. No era un agresor externo sino una parte de él, un enemigo íntimo y quizá ni siquiera un enemigo”. Me impactó leerlo. Todavía más cuando el juez habla en primera persona: “Mi enfermedad forma parte de mí. Soy yo. Así que no puedo odiarla”.
Yo no soy Étienne. Detesto esta sombra, no la quiero en casa, sigo pensado (todavía) que ella no soy yo, que un día se irá, que entonces florecerá el almendro. Si me preguntas, te diré esto: es bellísimo el mar cuando llueve. Y será verdad. Pero anhelo una vida sin tormentas. No se puede. Quizá eso sea creer. Bajar los brazos, aceptar la derrota (quizá ni siquiera sea un derrota), soltar todas las amarras.
Nota a pie de página: Ya son doscientas (¡doscientas!) las preguntas respondidas en el Consultorio sin miedo. Sois muy valientes. Gracias, siempre, por el cariño.
Es curioso, por aquí también cielo nublado, fuera y dentro. Es cierto, Jesús, no existe una vida sin tormentas. Quizás sea solo cuestión de caminar, bailar, reír, pese a todo. Abrazarnos mucho y fuerte. Aceptar la vulnerabilidad, esa sombra (la cruz, vaya si recuerdo aquel texto, ¿cómo olvidarlo?) como un elemento más en el camino. Buscar el amparo de quien nos abre los brazos para dejarnos caer. No hay tormenta que dure cien días. Intuyo ya el sol a lo lejos. Gracias por compartir este sentir que nos hace tan humanos. Feliz sábado.
¡Hola, Jesús! Todas tus cartas me parecen muy valientes y la de hoy, en concreto,mucho más. En los momentos de tristeza y oscuridad (que todos queremos que se vayan cuanto antes) a mí lo que me ayuda es pensar en la impermanencia. Para bien y para mal, "todo lo que surja, cesa". Un abrazo enorme!