Tengo una aplicación en el móvil que monitoriza prácticamente toda mi vida. Su eslogan es “tu compañero de salud”. Sí, yo también lo pienso: necesitan desesperadamente a Toni Segarra. Ahí no solo se cuelan las automatizaciones deportivas obvias —cuando corro, buceo, camino o guanteo— los patrones de sueño o las horas de sol, también apunto (concienzudamente) las copas de vino, los días que me abracé a un Diazepam, si leí un libro antes de dormir o me dejé caer por la madriguera del conejo en ese vasto feed de los caminos que no llevan ningún sitio. Lo llaman doomscrolling a eso. Apunto también si ha sido un día feliz (son poquísimos), sencillamente normal (los más), cuando la ansiedad levantó la falda de mi calma o si directamente fue una mierda.
Laura se ríe de mí. Dice que soy un matao. Ella se ha inventado dos categorías para todos aquellos tarados que tenemos —sic— una relación obsesiva con el deporte: motivao y matao—siendo matao lo siguiente: “Como cuando entrenaste con un esguince, mientras diluviaba, a las seis de la mañana: eso es ser un matao”. Yo suelo responderle a la gallega: “Pero qué me estás contando, amor mío: bebo vino, como queso (de pasta dura, vacas suizas, leche cruda), las Bonilla nunca faltan en casa, en noviembre llegará mi alijo de polvorones Felipe II (tres kilos, que aproximadamente durarán hasta marzo si mis cálculos no fallan: siempre fallan), mi domingo ideal es un pijama, una vela y un libro, Laphroaig es mi Macondo”. Sonríe, cuando Laura sonríe la penumbra se hace chica. Algo así escribió Woody Allen en torno a Diane Keaton esta semana: “Su rostro y su risa iluminaban cualquier espacio en el que entraba”. Como sabe que no hay mucho más que rascar en mis contradicciones, lo deja estar, creo que me ha dado por perdido.
En fin, que me voy por los cerros de Úbeda: cada mañana la aplicación me pone al día de mis movidas, señala mis pecados, no tiene piedad porque la piedad es territorio del alma. La mayoría de cosas no me sorprenden (si cenas tardes duermes como el culo, cuando viajamos la recuperación es peor, a mi cuerpo le sientan bien los minutos de luz natural…) pero una sí me llegó al alma: cuando el día ha sido feliz (“estados de ánimo agradables”) la probabilidad de que mi sueño sea plácido, profundo y reparador aumenta en un 27%. Es el factor más determinante, tras dos años de datos diarios. Ni el cardio, ni la meditación, ni la luz roja, ni el frío ni el calor. La alegría, es la alegría.
Por eso hay que perseverar en el entusiasmo. Sin descanso, sin desfallecer, con el ímpetu de un entomólogo. Allá donde la encuentres: ve de cabeza. Las flores frescas, los jerséis de lana, el olor de un libro, Lady Violet Crawley en Downton Abbey. Una mirada limpia, el pan recién hecho, Opalite de Taylor Swift, la bondad, la ternura, un silencio compartido. Cada mañana, lo segundo que hago (tras moler los granos de café) es coger en brazos a Tractor, deja caer entonces su cabecita sobre mi hombro, huele a tierra húmeda, a un bosque antiguo, comienza entonces su ronroneo, ancestral, mágico, bellísimo. Sonrío. Sé que nunca, en lo que me queda de vida, escucharé una melodía así. La vida está llena de grises, pero también canta la alondra. No es justo, ya lo sé. Pero es lo que hay. Mientras estemos vivos, hay que bailar, ese es el trato. Tenía razón María, la hermana de mi mamá, murió hace un par de años, regando su jardín: siguen existiendo las flores para el que desea verlas.
“Siguen existiendo las flores para el que quiera verlas” pero para ello hay que regarlas, cuidarlas, abonarlas, resguardarlas… y así siempre tendremos esa opción. Feliz fin de
" hay que perseverar en el entusiasmo" hay que tener la intención de buscarlo y encontrarlo.... y encontrarnos.
Gracias Jesús. Regalazo como siempre.