La habitación que mi madre guarda para mí en el campo es pequeña. Una cama de uno treinta y cinco, paredes blancas, un colchon demasiado blando, una cómoda y un espejo, un armario que cobija ropa mía que ya no casi siento como mía, pero es mía —son restos de cada mudanza, de cada ruptura, de cada vida. Cuando hace frío me envuelvo en un jersey de mi yo de veintipocos años. Lo siento lejanísimo, caen los recuerdos sobre mí como cae la escarcha de los almendros, duele porque no toda la memoria abriga. Cuesta entenderlo, pero aquel yo soy yo. Estas semanas de descanso he pasado algunos días allí, con ella, bajo piedemontes de secano, la montaña es presencia. Leña, chimenea, molinillo, café. Tiempo compartido. Soy muy feliz allí porque la urgencia se hace chica.
Hablamos mucho, caminamos juntos cuando amanece, recogemos limones para Laura, volvemos dentro. A mi madre siempre le traigo alguna Vanity Fair, sigo con Mira a esa chica de Cristina Araújo, siempre llevo conmigo algún cómic que casi nunca leo, es mi yo de doce, trece años —curiosamente me llevo mejor con él, está aquí conmigo. Le cuento los viajes de los últimos meses, el mundo de allá afuera (con su belleza y sus hastíos) parece ajeno desde aquí. Me prometí a mí mismo imprimirle alguna de estas cartas y dejárselas sobre la mesa. No lo he hecho, eso me hace sentir culpable. Compartimos también el silencio. Pasan las horas, durante algunos momentos siento que me hago pequeño, la llama se calma, soy tierra dormida bajo el frío. No siento miedo ni calor ni entusiasmo ni tristeza, me dejo caer en la nada. Es la melodía de la renuncia.
Cada vez me asusta menos entender, mostrar mis contradicciones; soy uno y soy otro, un día pienso una cosa y otro la contraria, no pasa nada. Estos días toca reflexionar en torno al año que muere, la luz conquista cada amanecer un palmo de firmamento, es tiempo de comienzos. Una de esas contradicciones, quizá la que más me aterra, es que dentro de mi viven dos formas absolutamente opuestas de vivir —uno quiere apagarse, no sentir, no sufrir, renunciar al milagro. El otro quiere prender la candela, sentirlo todo, amar hasta que duela. Esa pelea es mi condena, mi mito de Sísifo, al que Zeus y Hades condenaron a subir una piedra hasta la cima de una montaña para luego volverla a subir, así hasta el fin de los tiempos. Hay un lienzo bellísimo de Tiziano. Leo estos días un ensayo del filósofo Javier Gomá, Con esperanza y con miedo, “Lo humano es amar turbulentamente la vida, militar a favor de lo bello palpitante en ella y contribuir activamente a que ocurra. No quiero ser divino a precio de no ser humano, no añoro la ataraxia del camposanto. Temer no poseer algún bien o, poseído, perderlo, no solo es natural, sino también racional: lo contrario equivale a estar muerto en vida”. Vuelvo a casa, la encuentro llena de flores, el almanaque es un lienzo en blanco. Amar turbulentamente la vida.
Bds Jesus! Qué sensación tan curiosa leer a un desconocido que padece como tú. 😊.
A mí, me ocurre exactamente lo mismo cada vez que voy a casa de mi abuela en lugo, donde me crié. Mi pelea es no poder pasar allí más tiempo del que quisiera porque en cierto punto empiezo a sentirme triste y añoro la maldita rutina de Valencia. Y llego y ya me quiero volver. ¡Qué prisa por todo sino tenemos que llegar a ninguna parte!
¡Gracias por tu carta!
Me ha encantado sentir contigo ese cobijo del hogar con tu madre. Has descrito muy bien esa dualidad de hacerse mayor rodeado de las cosas de joven.
Las madres acogen como una caricia, (normalmente claro) , yo todavía añoro como mi madre me acariciaba en el sofá. Sólo espero que esa sensación se repita con mi hijo. La vida es tan incierta que todos necesitamos un remanso de paz que nos devuelva a nuestro yo más feliz. Un abrazo.