La primera persona a la que le escuché la palabra caliu fue a Paula, hace tan solo unos meses, comienzos de marzo, fue tras un encuentro de Claves en Barcelona. “¿Qué tal ha estado?” —le pregunté. “Bien, ha sido como estar en un bosque, alrededor de una hoguera, contándonos historias”. Le digo que exagera, acompaña la respuesta con esa palabra que todavía me ronda: “Siempre hay caliu en tus encuentros”.
“¿Caliu?” —“Sí, caliu: calorcito, sentirte en casa, abrigo, cuidado”. Entiendo lo que quiere decir, anoto entonces la palabra, he vuelto a ella de tanto en tanto. Cuando me han preguntado qué busco, cuando me preguntan qué es un hogar, por qué esta búsqueda incesante de la belleza. Creo que tras la belleza hay caliu, también en la calma. En el catalán medieval: las brasas que quedan candentes tras la lumbre, los rescoldos que serán el germen del fuego que vendrá. Fer caliu, cuidar a los tuyos, calor humano (el frío humano es terrible, infinitamente más gélido que el de la naturaleza), cuando alguien te arropa, cuando alguien te recoge. No existe caliu sin bondad, es imposible. Me recuerda, también, a la palabra tempero (el título de un poemario imprescindible de Fermín Herrero) que viene a traducirse como “buena disposición en que se halla la tierra para las sementeras y labores”. El caliu es a la vida lo que el tempero a la tierra, nada puede brotar sin su gracia. Alumbrar a la gente que quieres, ser su roble, ser la sombra que les cobije, eso también es caliu.
He vuelto a la palabra estos días, tras hablar con Víctor Amela, un hombre sensible con el pelo del color del invierno, abraza lento, escucha con los ojos muy abiertos. Me pregunta qué momento representa para mí ese trance, lo confieso dos. Uno es cuando estoy con mi madre en el campo, en la sierra de Andilla, el sonido de las ascuas ya apagándose en la chimenea, el calor del hierro, el vidrio casi ya negro tras tantas lunas. El olor de la lumbre. Ella (mi mamá) trae un pequeño tronco de olivo desde el trastero, donde la leña está perfectamente apilada. Se sienta frente a mí. Ya está: eso es. El otro es casi cualquier noche con Laura —el día ha sido largo, quizá vuelvo de unos días fuera, preparo una pizza, abro una botella de vino, ya nos hemos contado el día (en nuestro paseo por la playa) cenamos viendo una peli, la serie que dejamos ayer a medias, qué más dará. Uno de nuestros gatos adoptados (se llama Purrún) siempre se enrosca en mi regazo, su ronroneo atraviesa mi mundo. Caliu.
Le pregunto a Víctor (días después) por el suyo. “Una llar de foc en una casa en invierno junto a la persona que quieres, las navidades con mis cinco hermanos y mis padres en Esparreguera, siempre el fuego encendido”. Hablamos también de Sánchez Dragó, de Ernaux, le cuento qué es un “bache” en Cádiz. Se ríe con todo el cuerpo. Me confiesa que la frase “lo que sucede, conviene” también le obsesionó durante un tiempo. Tiene infinitos matices. Hasta hoy no lo había pensado, pero uno —más hondo— es querer lo que tienes: abrazar con caliu tu presente. Las cosas son como son, quizá no puedes cambiar tu sino, pero sí puedes ser refugio de ti mismo. Se llama también piedad. En nada florecerán los lirios y el campo se preñará del olor de la lavanda. Acepta las cosas como vengan, escucha sin juzgar, no te guardes nada, camina con ternura.
Leerte cada sábado es “caliu”
Qué bonita palabra. Qué bonito cuidar a quien te cuida, qué bonito sería un mundo donde cada persona tuviera su caliu... feliz sábado