Bolsas de basura y cinta aislante
Soy de fácil llorar así que no debería sorprenderme lo que está sucediendo estos días. Cada día. Pero ya ves, me sorprende, todavía. Miércoles seis de noviembre, día laboral, hay clases, la vida (por decirlo de alguna manera) sigue su curso en Valencia. Peña en los cafés, alguien que corre frente al mar, se levantan las persianas a este lado del río. No hay rastro de alegría, cómo va a haberla, recuerdo un verso de Valente: “Vivir es fácil. Arduo sobrevivir a lo vivido”. Conduzco lento, cruzo Serrería hasta la Avenida del Puerto, entonces sucede: la escena es pequeña, minúscula, cotidiana (es fascinante lo rápido que algo absolutamente nuevo muta en rutina) y sin embargo me sigue sobrecogiendo: en cada parada de autobús (sin excepción, en cada una de ellas) un grupo de chavales y chavalas (esa “generación de cristal” con la que tanto se han ensañado los cipotudos de turno) espera paciente el bus que los llevará hasta el cataclismo.
Se los reconoce a lo lejos, a veces van en grupo (tres…

