Soy de fácil llorar así que no debería sorprenderme lo que está sucediendo estos días. Cada día. Pero ya ves, me sorprende, todavía. Miércoles seis de noviembre, día laboral, hay clases, la vida (por decirlo de alguna manera) sigue su curso en Valencia. Peña en los cafés, alguien que corre frente al mar, se levantan las persianas a este lado del río. No hay rastro de alegría, cómo va a haberla, recuerdo un verso de Valente: “Vivir es fácil. Arduo sobrevivir a lo vivido”. Conduzco lento, cruzo Serrería hasta la Avenida del Puerto, entonces sucede: la escena es pequeña, minúscula, cotidiana (es fascinante lo rápido que algo absolutamente nuevo muta en rutina) y sin embargo me sigue sobrecogiendo: en cada parada de autobús (sin excepción, en cada una de ellas) un grupo de chavales y chavalas (esa “generación de cristal” con la que tanto se han ensañado los cipotudos de turno) espera paciente el bus que los llevará hasta el cataclismo.
Se los reconoce a lo lejos, a veces van en grupo (tres, cuatro, cinco jóvenes: porque casi siempre son adolescentes) pero muchas veces en soledad. Mejor dicho, en solitud —que es la soledad elegida. No tienen miedo. Uno de ellos mira el móvil, viste un chándal (ya han aprendido que los vaqueros mejor dejarlos en casa: pesarán muchísimo cuando caminen entre el barro), está sentado, la pala apoyada en el cristal, parece cansado. Va (como diría mi madre) “echo unos zorros”: el lodo sobre las perneras, pelo revuelto, mugre en la mochila, parece un mendigo pero en realidad es un Rey. Todavía no lo sabes, chaval, cómo vas a saberlo. En tu vida llegarán los momentos grises (es inevitable) pero —créeme— recordarás siempre estos días, vendrán de vuelta como un relámpago, llenarán de luz tu oscuridad, la semana en que tu vida cambió para siempre. Sigo parado en el semáforo, observo al resto de chavales que le rodean: palas, martillos, mangueras, cubos, escobas, botellas de agua, pesan un huevo esas botellas. Nunca les he oído quejarse. Cada uno tira con lo que puede, si no tienen herramientas las fabrican, se organizan rápido, ante la duda tienden la mano, me han preguntado un millón de veces: “¿Te llevo eso?”
El autobús les llevará hasta San Marcelino y cruzarán hasta el barrio de la Torre a través de la ‘pasarela de la solidaridad’, ese puente verde carruaje que todavía, pese a todo —miles de personas lo cruzan cada día— resiste. A veces pienso quienes son, qué hacían hasta ahora, ¿estarás enamorado? Desde fuera nada les une. Mentira. Hay un patrón en su indumentaria más allá del lodo, una seña de identidad, una bandera para esta peña sin banderas: como en los mercados es imposible comprar botas de agua, aíslan sus pies con bolsas de basura, anudadas a la rodilla con cinta aislante. Lo harán tras cruzar el puente, a la altura de los jardines Nevada, sentaditos en bancos de hormigón. Conmigo lo hicieron unos chavales que venían de Zaragoza, se habían levantado a las cinco, el brillo en sus ojos —“Deja, yo te pongo la cinta”. Es un gesto ya común (los rollos de esparadrapo van pasando de un grupo a otro) pero no consigo olvidarlo, un extraño amor atávico late en ese sonido, la cinta aislante cubriendo de esperanza lo que somos. El amor es la ausencia de duda. Aquí no la hay.
No tengo claro qué momentos recordaré cuando diga adiós, ya viejito, con Laura a mi vera. Uno de ellos (seguro) será sentirme cerca de mi madre, con la chimenea encendida, un día de diciembre, en su casa bajo los cerros, yo con un café, cada uno en su sofá, sencillamente estando. Otro será el ronroneo (como una melodía que resuena muy dentro) de Tractor, cada mañana, cuando apoya su cabeza sobre mi hombro, se abandona sobre su papá —y parece que bailamos. Estar con ella en un vagón de tren, a través de montañas altísimas, los paseos de su mano frente al mar, aquella noche en cala Blava, cuando vimos tres estrellas fugaces cruzando el firmamento, el olor de su piel. Estos días intuyo un nuevo recuerdo: la marea de voluntarios que cruza (que sigue cruzando) ese puente cada día, “alta la fe y el corazón en punto”, la piel de gallina, las ganas de todo. Cuando llueve siguen andando. No tienen edad. Ya han ganado.
Qué bonito escribes Jesús. Esa generación a la que tanto han criticado ahora se sumerge en el barro sin dudar un segundo. Dando una lección a muchos. Un abrazo enorme🫶
Desde BCN y como valenciano t he de decir q este texto es para enmarcar. Te superas día a día y haces q toda la pena q he pasado (me enviaron foto de mi orla nadando en el fango) sea compartida. Gracias